Spritz, el vermut del Véneto
Ahí está, viendo pasar el tiempo con un estoicismo silencioso, haciendo cameos en pelis de James Bond y en carreras de motociclismo. El vermut (o vermú, o vermouth) no entiende de modas, su característico sabor le convierte en un bicho raro que capea las tendencias nocturnas y las giliflautadas de los trend setter. Y hace bien, porque dota a los bares donde se sirve de un halo de instagram y de exclusividad conservadora. Este es un recorrido geográfico para saber en qué dirección peregrinar cuando el gaznate se canse “de lo de siempre”.
Publicado el 08.03.2013
Turín
¿Por qué? Pues porque es su casa, su cuna y su regazo. Aquí aromatizaron el vino con las especias que traían los mercaderes venecianos, convirtiéndose ya en el siglo XIX en todo un negocio para la región. Como pasa en toda relación, hay altibajos, desamores y generaciones que reniegan de su influencia. Pero está ahí, dispuesto a calmar la lluvia y el ajetreo de las galerías. Un servicio indispensable para los turineses, que de vermuts saben mogollón.
¿Cómo? En Turín no se concibe un vermut sin una liturgia ni una preparación adecuada. Cuanto más campechano, más dicharachero y más acento italiano del norte tenga el barman, mucho mejor. Y, por supuesto, nada de grifos ni de marcas blancas. Toca decidirse entre el mediático Martini, el arraigado Cinzano o el brebaje casero que todo bareto con solera tiene en esta ciudad.
¿Dónde? Pues, por ejemplo, en la casa madre de Martini, donde reconocer hasta el extremo las diferencias entre uno Bianco y otro Rosso mientras se disfruta de su interesante museo. Y, como no, en los míticos cafés a la hora del apperitivo. Las 7 de la tarde es ya buena hora para todo.
El Véneto (y alrededores)
¿Por qué? Pues porque el Spritz se merece un apartado propio, un homenaje con calzador a una bebida siempre olvidada. Si bien no es un vermut puro, el gusto de los italianos por este vino gasificado y aromatizado empujó a las marcas más famosas a apostar como un producto más de su oferta. El Spritz se ha ganado un hueco en el nordeste de Italia, llegándose a convertir en un elemento regionalista.
¿Cómo? Con cierta dejadez, en un vaso de cristal cualquiera, en un rincón cualquiera y, sobre todo, bien frío para que el amargor no estremezca demasiado.
¿Dónde? Estamos ante una bebida de plaza, por eso las mejores Spritz Hour se viven en los rincones más emblemáticos de las ciudades. Debería estar penado por ley que en Campo Santa Margherita de Venecia, en la Piazza Matteoti de Udine o en la Piazza delle Erbe de Vicenza se consumiera otra cosa que no fuera Spritz en sus terrazas.
Barcelona
¿Por qué? Por dos razones. Una primera ligada a la elaboración de vermús ya consolidados como Yzaguirre en los alrededores de la urbe. Una segunda más temporal, basada en una moda que en las redes sociales lo peta y que consiste en retomar la costumbre de ir al vermú (y consumirlo, claro).
¿Cómo? A palo seco o con algo de gaseosa y con cierta predilección al encanto del grifo por encima de la botella.
¿Dónde? Ya hay casi una ruta establecida que vira entre tabernas de toda la vida, esas que ni tienen Twitter ni saben que son TT por culpa de algún Hashtag descontrolado. Paseando por Gràcia no hay que dejar de parar en La filomena, en Bodega Manolo o en Can Miseria. En el barrio Gótico, la Cala del Vermut mantiene su esencia de barra rebosante de tapas, sifón y mesas claramente insuficientes.
Nueva York
¿Por qué? Pues porque el club Manhattan le prestó al nombre al más maravilloso uso que se le ha dado al vermut en aquellas tierras: mezclarlo con whisky. Un invento que, por cierto, le debe parte de su fama a la madre de Winston Churchill, que lo popularizó en una cena a favor del candidato a la presidencia de EE.UU Samuel J. Tilden.
¿Cómo? Con el traje de los domingos, en una pírrica copa de cóctel y con la parsimonia suficiente como para parecer interesante sin que se caliente el líquido. Y nunca, NUNCA, con hielo.
¿Dónde? El Manhattan es un cóctel de alto standing con el que hay que guardar las apariencias. Ni es copa para una discoteca ni un alivio para la sed estival. Los mejores lugares para disfrutarlos mezclan la sofisticación neoyorquina con el regusto 'viejuno' y completan sensorialmente un trago que se eleva a experiencia mística. Puestos a nombrar algunos, está el Employees Only, el Summit Bar, el Char No. 4 o el Bell, Book & Candle. Difícil elección, éxito en el ligoteo-postureo asegurado.
Buenos Aires
¿Por qué? ¿Acaso se necesitan razones para ir, repetir y volver con la frente marchita constantemente a San Telmo? Y, bueno, porque la inmigración italiana también trajo el gusto por esta bebida.
¿Cómo? Sentado en la mesa y, si se tercia, acompañando una buena cena. En la ciudad porteña no sorprende el maridaje de un buen costillar con un vermut. ¡Dios les bendiga!
¿Dónde? En bares pudientes, que demuestran que han sabido evolucionar desde lo rancio hasta lo chic, pero sin olvidar nunca las tradiciones, convirtiendo cada antiguaya en una deidad. Y, sobre todo, en tabernas que dan nombres a bebidas y que han personalizado el vermut hasta transformarlo en una marca propia. En el bar del Gallego se goza de la influencia piamontesa del Cinzano mezclado con la costumbre española del sifón. En Guebara el ritual es sencillo: entrar, pedir un Guebara (Hesperidina, Triple Sec, Tónica y unas rodajas de naranja) y perderse entre conversaciones sin sentido. Y, cómo no, siempre estará el mítico Doppelgänger, la última estación antes del cielo donde solo se sirven cocktails y que ejerce de embudo donde confinen los amantes de cualquiera de estas bebidas.
Madrid
¿Por qué? Pues porque en pleno siglo XXI ir a tomar el vermut es una expresión que todo el mundo sigue comprendiendo (y hasta usando).
¿Cómo? Siempre rojo, de grifo, para ser disfrutado al mediodía o al caer la tarde. Para los madrileños, es una bebida anecdótica, de entre comidas, aunque no por ello menos respetada. No tiene un público fijo y, cada vez más, los jóvenes rarunos encuentra en él una alternativa más barata y ¿saludable? al botellón.
¿Dónde? Madrid es la ciudad del mundo con más bar de viejo por metro cuadrado y en la mayoría de ellos hay un grifo para este líquido. Pero la palma quizás se la lleve el barrio de Malasaña porque, además, está (estuvo y estará) de moda. Aquí hay desde los que ofrecen un disfrute clásico como la taberna de la Ardosa (más recomendable, en este caso, la de Santa Engracia) o el 2 de Sagasta hasta los que han conquistado a los universitarios por su ambiente. ¿El más trendy? Tal y como apuntó Gontzal Largo y aquí un servidor lo refrenda, el 'Yayo' (ginebra, vermut y gaseosa) de Casa Camacho.
¿Por qué? Pues porque es su casa, su cuna y su regazo. Aquí aromatizaron el vino con las especias que traían los mercaderes venecianos, convirtiéndose ya en el siglo XIX en todo un negocio para la región. Como pasa en toda relación, hay altibajos, desamores y generaciones que reniegan de su influencia. Pero está ahí, dispuesto a calmar la lluvia y el ajetreo de las galerías. Un servicio indispensable para los turineses, que de vermuts saben mogollón.
¿Cómo? En Turín no se concibe un vermut sin una liturgia ni una preparación adecuada. Cuanto más campechano, más dicharachero y más acento italiano del norte tenga el barman, mucho mejor. Y, por supuesto, nada de grifos ni de marcas blancas. Toca decidirse entre el mediático Martini, el arraigado Cinzano o el brebaje casero que todo bareto con solera tiene en esta ciudad.
¿Dónde? Pues, por ejemplo, en la casa madre de Martini, donde reconocer hasta el extremo las diferencias entre uno Bianco y otro Rosso mientras se disfruta de su interesante museo. Y, como no, en los míticos cafés a la hora del apperitivo. Las 7 de la tarde es ya buena hora para todo.
Barra del Bell, Book & Candle de Nueva York
¿Por qué? Pues porque el Spritz se merece un apartado propio, un homenaje con calzador a una bebida siempre olvidada. Si bien no es un vermut puro, el gusto de los italianos por este vino gasificado y aromatizado empujó a las marcas más famosas a apostar como un producto más de su oferta. El Spritz se ha ganado un hueco en el nordeste de Italia, llegándose a convertir en un elemento regionalista.
¿Cómo? Con cierta dejadez, en un vaso de cristal cualquiera, en un rincón cualquiera y, sobre todo, bien frío para que el amargor no estremezca demasiado.
¿Dónde? Estamos ante una bebida de plaza, por eso las mejores Spritz Hour se viven en los rincones más emblemáticos de las ciudades. Debería estar penado por ley que en Campo Santa Margherita de Venecia, en la Piazza Matteoti de Udine o en la Piazza delle Erbe de Vicenza se consumiera otra cosa que no fuera Spritz en sus terrazas.
Barcelona
¿Por qué? Por dos razones. Una primera ligada a la elaboración de vermús ya consolidados como Yzaguirre en los alrededores de la urbe. Una segunda más temporal, basada en una moda que en las redes sociales lo peta y que consiste en retomar la costumbre de ir al vermú (y consumirlo, claro).
¿Cómo? A palo seco o con algo de gaseosa y con cierta predilección al encanto del grifo por encima de la botella.
¿Dónde? Ya hay casi una ruta establecida que vira entre tabernas de toda la vida, esas que ni tienen Twitter ni saben que son TT por culpa de algún Hashtag descontrolado. Paseando por Gràcia no hay que dejar de parar en La filomena, en Bodega Manolo o en Can Miseria. En el barrio Gótico, la Cala del Vermut mantiene su esencia de barra rebosante de tapas, sifón y mesas claramente insuficientes.
El vermut neoyorquino del Employees Only
¿Por qué? Pues porque el club Manhattan le prestó al nombre al más maravilloso uso que se le ha dado al vermut en aquellas tierras: mezclarlo con whisky. Un invento que, por cierto, le debe parte de su fama a la madre de Winston Churchill, que lo popularizó en una cena a favor del candidato a la presidencia de EE.UU Samuel J. Tilden.
¿Cómo? Con el traje de los domingos, en una pírrica copa de cóctel y con la parsimonia suficiente como para parecer interesante sin que se caliente el líquido. Y nunca, NUNCA, con hielo.
¿Dónde? El Manhattan es un cóctel de alto standing con el que hay que guardar las apariencias. Ni es copa para una discoteca ni un alivio para la sed estival. Los mejores lugares para disfrutarlos mezclan la sofisticación neoyorquina con el regusto 'viejuno' y completan sensorialmente un trago que se eleva a experiencia mística. Puestos a nombrar algunos, está el Employees Only, el Summit Bar, el Char No. 4 o el Bell, Book & Candle. Difícil elección, éxito en el ligoteo-postureo asegurado.
Buenos Aires
¿Por qué? ¿Acaso se necesitan razones para ir, repetir y volver con la frente marchita constantemente a San Telmo? Y, bueno, porque la inmigración italiana también trajo el gusto por esta bebida.
¿Cómo? Sentado en la mesa y, si se tercia, acompañando una buena cena. En la ciudad porteña no sorprende el maridaje de un buen costillar con un vermut. ¡Dios les bendiga!
¿Dónde? En bares pudientes, que demuestran que han sabido evolucionar desde lo rancio hasta lo chic, pero sin olvidar nunca las tradiciones, convirtiendo cada antiguaya en una deidad. Y, sobre todo, en tabernas que dan nombres a bebidas y que han personalizado el vermut hasta transformarlo en una marca propia. En el bar del Gallego se goza de la influencia piamontesa del Cinzano mezclado con la costumbre española del sifón. En Guebara el ritual es sencillo: entrar, pedir un Guebara (Hesperidina, Triple Sec, Tónica y unas rodajas de naranja) y perderse entre conversaciones sin sentido. Y, cómo no, siempre estará el mítico Doppelgänger, la última estación antes del cielo donde solo se sirven cocktails y que ejerce de embudo donde confinen los amantes de cualquiera de estas bebidas.
Barra del Summit Bar de Nueva York
¿Por qué? Pues porque en pleno siglo XXI ir a tomar el vermut es una expresión que todo el mundo sigue comprendiendo (y hasta usando).
¿Cómo? Siempre rojo, de grifo, para ser disfrutado al mediodía o al caer la tarde. Para los madrileños, es una bebida anecdótica, de entre comidas, aunque no por ello menos respetada. No tiene un público fijo y, cada vez más, los jóvenes rarunos encuentra en él una alternativa más barata y ¿saludable? al botellón.
¿Dónde? Madrid es la ciudad del mundo con más bar de viejo por metro cuadrado y en la mayoría de ellos hay un grifo para este líquido. Pero la palma quizás se la lleve el barrio de Malasaña porque, además, está (estuvo y estará) de moda. Aquí hay desde los que ofrecen un disfrute clásico como la taberna de la Ardosa (más recomendable, en este caso, la de Santa Engracia) o el 2 de Sagasta hasta los que han conquistado a los universitarios por su ambiente. ¿El más trendy? Tal y como apuntó Gontzal Largo y aquí un servidor lo refrenda, el 'Yayo' (ginebra, vermut y gaseosa) de Casa Camacho.
Taberna Ardosa, un clásico de Madrid
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