Este último fin de semana me fui a París para reencontrarme con los clásicos. No me refiero a releer a Platón y Homero junto a los puentes del Sena, sino a la
que nos deslumbró en los años Setenta y que hoy ya es clásica. Desde las alturas de un tres estrellas como Le Meurice de Alain Ducasse, pasando por un bistró elegante como Allard, hasta la íntima cocina familiar de Le Temps au Temps. Es una sencilla crónica de
.
Bistró Allard
En los años Ochenta, mi curiosidad por lo nuevo, lo revolucionario y la creatividad me permitió sentir la seducción culinaria con aquellos
7 Magníficos de la Nueva Cocina Vasca para alcanzar diez años mas tarde el cénit sensorial con
Ferrán Adrià. Hoy, en medio de toda una creatividad consolidada por los
Roca, Dacosta, Aduriz y León, aparece una nube de imitadores pretenciosos rondando los 50 euros el cubierto y otros, incluso, con un mal uso de la tradición, con fusiones sin rango y sin cuartel. Es por ello que comienzo a sentir un cierto cansancio e incluso desasosiego sobre fusiones y creaciones culinarias que nos aleja de la comida y nos harta de los engendros de sabores, texturas y estéticas en un intento de empequeñecer el modelo Adrià con un “más difícil todavía”. Lo malo es que el genio de Montjoi puso el listón tan alto y tan pronto, que pocos son los que se escapan de este modo culinario y cuyos nombres -no tantos como se señalan- se hallan merecidamente en los más primorosos rótulos de neón.
En los últimos años, he sentido cierto orgullo en contemplar cómo nuestros 3 ó 4 cocineros poseen fuera de nuestro país una relevancia que casi roza la de nuestros futbolistas. Pero también percibo en Italia y en Francia un cierto escepticismo sobre el tratamiento de “científica” que se le da a nuestra cocina pública, de tal modo que acaba por ser un marbete frente a la creatividad de las materias primas locales que parece aflorar en las nuevas cocinas de Latinoamérica, EE.UU. y países escandinavos. Nuestros cocineros, es verdad, van más deprisa que los consumidores en la creatividad, mientras que
en Francia parece existir un mayor compromiso entre el comensal y la cocina. Es cierto que muchos franceses vienen a España a gozar e, incluso, a divertirse con los “estrellados” españoles de crujientes, texturas, nitrógeno… pero, al final, se quedan en su país con los canard, ris de veau y los “pôelées” con mantequilla. Hace pocos años, algunos compatriotas mal informados, eufóricos por el éxito de nuestra cocina de vanguardia, dijeron que los franceses estaban inquietos ante el resurgir de la cocina hispana. Otros tildaban de penuria creativa la restauración de nuestros vecinos del norte, cuando, en realidad, ellos ya habían creado todo. Todo de lo que nuestros Arzak, Adriá, Subijana, Santamaría, entre otros, se inspiraron en los Ochenta para alcanzar el éxito actual. Y esa “creatividad” del pasado sigue plenamente en activo.
Le Meurice de Ducasse
La clásica
pularda rôtie con trufas del tres estrellas
Le Meurice de Ducasse estaba espléndida por la excelente práctica de introducir en su sosísima pechuga los sabores de las salsas con cocciones de libro; o el misterioso
fera del lago Lemán con guisantes y cebolletas del
bistró Allard, o el sabrosísimo
cordero con arroz pilaf, suelto y jugoso, de la cocina familiar del Le Temps au Temps (13 rue Paul Bert; teléfono 0143796340).Todos ellos con inconmensurable sencillez, pero con plenitud de sabores bajo el efecto
beurre, del que ya tenía mono ante la exclusiva preponderancia que damos en casa al aceite. Tuve suerte de recalar en este último bistró por accidente, rebotado del cercano Paul Bert, que me aconsejó mi colega Juanma Bellver, al no poder lograr mesa por mi osadía de no reservar con antelación. Una calle insertada en todo un rosario de bistrós de calidad.
Pensándolo bien, esa intención personal de “volver a los clásicos”, no es tanto debido a la fascinación por la cocina francesa como por
volver a los grandes sabores de la alta restauración española que conocimos en los años Sesenta y Setenta que, como todos sabemos, era “francesa”. La gran cocina de Jockey de Clodoaldo Cortés, Zalacaín de Jesús Oyarbide o el Vía Véneto de Josep Monje, marcaron un comienzo de la alta cocina pública de las salamandras, las salsas, el foie y la caza. Ir a París es recordarlos no como “todo tiempo pasado fue mejor” sino excitar las papilas de sabores lácteos casi olvidados de la mantequilla en su relación con los platos, algo que hoy resulta difícil de apreciar ante la obsesión creativa de gran número de cocineros que tachan a esta cocina como trasnochada. Una materia denostada en los últimos 25 años en España pretextando, en favor del aceite, exageradas razones salutíferas en vez de las gastronómicas, cuando, realmente, son productos totalmente distintos y de aplicaciones concretas para cada uno.
El orgullo francés
En resumen,
cocina de sabor sin fusiones ni confusiones. Un cocinillas francés amigo mío me dijo en una ocasión que la cocina francesa ha llegado a donde tenía que llegar porque transmite el retrato de una forma de hacer y estar de la sociedad francesa en el ámbito de la cocina. Su cocina pública es reflejo de la familiar vestida de esmoquin. “Habéis llegado con vuestra cocina –me comentaba- a un nivel insospechado a través del genio español, como siempre, de innovación personal, pero no refleja el espíritu culinario de la sociedad y para eso deben pasar por lo menos 50 años. Existe una enorme diferencia entre la cocina regional española y la vanguardia. Es como los vinos franceses, que siguen teniendo el prestigio de tres siglos, elaborándose siempre igual. Lo mismo ocurre con vuestros vinos, que algunos son extraordinarios, pero la imagen que pervive fuera es todavía la del vino del lineal. Tienen que pasar también muchos años para identificar a España con estos dos bastiones gastronómicos”. Y es que en Francia su cocina es un
“asunto de Estado”. Así era el titular de Le Figaro de este último fin de semana a propósito de un descomunal ágape “a la française” que organizó el Gobierno el jueves 19 de marzo en el palacio de Versalles para los 160 embajadores extranjeros acreditados en el vecino país. Simultáneamente en 1.500 restaurantes de todo el mundo se hizo lo mismo para recordar a todo el planeta que su cocina es patrimonio inmaterial de la Unesco. La cena versallesca fué comandada por los seis grandes chefs del momento:
Marc Haeberlin, Joël Robuchon, Alain Ducasse, Gerard Passédat, Alain Dutournier y Guy Krenzer.
Los vinos del restaurante en Francia
La elección del vino forma parte de ese cortejo. Cuando dos personas van a un restaurante hay que multiplicar por tres el precio de un menú. El vino tiene el coste de otro comensal invisible. En un menú de tres dígitos el vino también lo tiene. Para un francés el precio del vino en el restaurante es algo inevitable porque forma parte de
un protocolo, al tiempo que en España es un motivo de crítica. Es inimaginable que un comensal no pida un vino en un restaurante a partir de los 50 euros cubierto. En España el elevado precio del vino es casi un pretexto para huir de él. Nuestra historia del restaurante ha mostrado al vino como un acompañante líquido, mientras que en Francia es parte de la arquitectura del menú. Pero que quede claro que soy contrario, como no podía ser de otra forma, a que los restauradores multipliquen por más de dos el precio de tienda, cuando en realidad es el producto que se sirve tal cual sale de la bodega de producción. Esta costumbre francesa se ha extendido en los últimos 35 años al resto del mundo. Recuerdo en 1983 cuando al vino en los restaurantes de EE.UU. sólo se le añadía un 100 por cien al coste, mientras que en la actualidad
se incrementa no menos del 300 por ciento.
Le Temps au Temps
En Le Meurice pedí un notable condrieu
Les Chaillets 2004 de Yves Cuilleron que costó 105 € (lo más barato) añadido al menú de mediodía de 130 euros por comensal (la carta sube a 400 euros). En Allard, del menú de 85 euros, el precio de un correcto
Côte Rôtie de Patrick Jasmin del 2012 alcanzaba los 70 €, mientras que el de Temps au Temps a 28 euros el menú, la botella de un discreto chinon 2012, subía a 26 €. En Francia está mal visto comer con cerveza, cosa que aquí no ocurre. Este protocolo en torno al vino puede ser la causa de que permita a los restaurantes cobrar esos precios. Precios que se elevan incluso para un simple “pichet” o jarrita de un honesto vino a granel y que, gran número de mesas, lo sirven como si fuera la sangre nacional.
Sin duda, el consumo de vino desciende en Francia tanto como aquí. La diferencia es que baja el volumen pero no el número de bebedores.
http://jpenin.guiapenin.com/2015/03/23/volver-a-los-clasicos/